El agua llega hasta la vereda y lame el escalón de la entrada al bar una y otra vez. Las gotas trazan caminos temblorosos en los cristales. Un tubo del cartel de neón agoniza. Los hombres borroneados espían tras las ventanas, y con los ojos inundados, envueltos en nubes de humo, fuman y esperan, miran y calculan.
Adentro tintinean las cucharas en las tazas y en los bordes de platitos.
Un dedo fino y pequeño dibuja un corazón en el vidrio. La flecha de un relámpago lo ilumina y atraviesa.
Contra el cordón de la vereda un arcoiris de aceite se extiende en el agua y acompaña en la muerte, a un barquito que lleva impresas las noticias de ayer que van deshaciéndose en la boca de tormenta de la esquina.
Tanta agua y aun siguen encendiéndose las luces de mercurio, se detuvo el tiempo en el reloj de la esquina, a las cinco menos diez, hace una hora. Y encima hace frío, sopla el viento, los árboles están desnudos y se ha roto el único paraguas que no he perdido.
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