sábado, 16 de julio de 2011

Uno de otro

En este blog suelo poner cosas mías ya sé, pero voy a hacer una excepción, todo sea por Saramago. Estoy trabajando en el armado de una antología cuyo eje es la niñez y su lado B. La recuperación de esas historias de niños o sobre niños sin final feliz. Y si lo tienen, el mientras tanto no lo ha sido. En mi búsqueda me tropecé, porque fue más fortuito que un hallazgo, con un poema que me gustó muchísimo y quiero compartir, además del poema tal vez, mi gusto por el poema. Ojalá lo disfruten tanto como yo.

Protopoema de J.Saramago
En "Las pequeñas memorias"

Del ovillo enmarañado de la memoria, de la oscuridad,
de los nudos ciegos, tiro de un hilo que me aparece
suelto.
Lo libero poco a poco, con miedo de que se deshaga
entre mis dedos.
Es un hilo largo, verde y azul, con olor a cieno, y tiene
la blandura caliente del lodo vivo.
Es un río.
Me corre entre las manos, ahora mojadas.
Toda el agua me pasa por entre las palmas abiertas, y de
pronto no sé si las aguas nacen de mí o hacia mí
fluyen.
Sigo tirando, no ya sólo memoria, sino el propio cuerpo
del río.
Sobre mi piel navegan barcos, y soy también los barcos
y el cielo que los cubre y los altos chopos que
lentamente se deslizan sobre la película luminosa
de los ojos.
Nadan peces en mi sangre y oscilan entre dos aguas
como las llamadas imprecisas de la memoria.
Siento la fuerza de los brazos y la vara que los
prolonga.
Al fondo del río y de mí, baja como un lento y firme
latir del corazón.
Ahora el cielo está más cerca y cambió de color.
Y todo él es verde y sonoro porque de rama en rama
despierta el canto de las aves.
Y cuando en un ancho espacio el barco se detiene, mi
cuerpo desnudo brilla bajo el sol, entre el esplendor
mayor que enciende la superficie de las aguas.
Allí se funden en una sola verdad los recuerdos confusos
de la memoria y el bulto súbitamente anunciado
del futuro.
Un ave sin nombre baja de no sé dónde y va a posarse
callada sobre la proa rigurosa del barco.
Inmóvil, espero que toda el agua se bañe de azul y que
las aves digan en las ramas por qué son altos los
chopos y rumorosas sus hojas.
Entonces, cuerpo de barco y de río en la dimensión del
hombre, sigo adelante hasta el dorado remanso
que las espadas verticales circundan.
Allí, tres palmos enterraré mi vara hasta la piedra viva.
Habrá un gran silencio primordial cuando las manos se
junten con las manos.
Después lo sabré todo.

domingo, 26 de junio de 2011

Un churro bárbaro

Casi sin darse cuenta dejó de quererlo, pese a que le advertimos que no se dejara llevar por las apariencias ella no escuchó y quiso darse el gusto. No se podía negar, el muchacho era dulce, tierno, tal cual ella lo soñaba. Además estaba como para hincarle el diente, un churro bárbaro.

Claro que no todo dura ni es perfecto. Al cabo de unos pocos meses él comenzó a engordar; ella trató de justificar la situación pensando que le gustaba más así rellenito, y no dando mayor importancia a la cuestión y hasta pensando que había en esto una ventaja más que una falencia aceptó quedarse con el churro relleno.

Si todo hubiera quedado de ese tamaño no tendríamos más que contar, pero no, no quedó así; el muchacho en cuestión se atiborraba con dulce de leche y durante el verano, en la playa, al desnudo, cuando se pone a prueba lo que un verdadero churro es, quedó demostrado que era muy grasa. Era popular entre la gente común pero un acompañamiento desubicado para tomar un café en algún lugar refinado. Después de un rato al sol parecía que iba derritiéndose y al mirarlo, hasta en los que antes hubiera provocado algún deseo, generaba asco. Verlo así, aceitoso, pegajoso y lleno de arena daba impresión. Creo yo que para dar lugar a la expansión necesaria para incorporar tanto relleno, el churro adoptó esa forma estriada que hasta ahora luce. Finalmente, a ella empezó a caerle mal, no lo tragaba, tan solo verlo y hasta su mismísimo recuerdo le revolvía el estómago. Estaba harta.

La historia terminó en desgracia…el pobre churro, despreciado, hoy se ofrece a cualquiera por unas pocas monedas. Todos lo miran de reojo, con desconfianza. Digo yo que alguna habrá que se lo coma en secreto, pero después se debe lamentar, llevando el hecho como un peso en la conciencia. Al dulce muchacho hoy no lo siguen ni las moscas. Sin lugar a dudas hubo un motivo de peso en esta separación.

Los que la queremos le seguimos diciendo que no se deje llevar por la primera impresión pero ella ya tiene en vista un nuevo amor, dice que no es tan dulce como el anterior pero que al verlo así tostadito lo encontró irresistible, asegura que es más bueno que el pan.

sábado, 21 de mayo de 2011

Mientras canta el coro

Mientras canta el coro

La mañana estaba a fría como hacía mucho no recordaba, al pasar por el parque una capa de escarcha cubría el pasto; tapé mi boca con la bufanda y el vapor de mi respiración me humedeció la cara.
No suelo madrugar, siempre busqué trabajos en los que no tuviera que hacerlo y mis años escolares transcurrieron en el turno tarde por mis frecuentes problemas de asma. Las únicas veces que madrugaba por aquellos tiempos eran los días de fiestas escolares, pues  participaba del coro del colegio. Esos días, cuando hasta el sol dormitaba, me comenzaba a preparar: mi mamá me recogía el pelo bien tirante con una cola de caballo y, sobre el cuello del delantal, me ataba  un moño con  una cintita bebé color azul marino. El delantal bien blanco y las tablas planchadas con esmero.
La mañana de hoy me trajo esos recuerdos, el mismo frío sobre la cara, la misma escarcha en el pasto.
Crucé la avenida desierta y me quedé en la parada del colectivo que me llevaba hasta el hospital, tardaba bastante,  me guarecí en el umbral de la puerta de una casa, aunque no había viento, solo un frío húmedo y penetrante. Levanté la mirada y observé los destellos de unas gotas sobre las hojas. Amanecía. Enfrente, en la plaza, vi al loco Farías entreverado en un cúmulo indescifrable, con sus mantas, sus cartones y sus perros.
( Mayo de 1982: Farías sufre el frío con el  batallón de infantería en las islas Malvinas, su amigo ha muerto  hace unos pocos días y dicen que pronto todos se irán para Buenos Aires. Farías ido.) 
Yo me pongo el delantal y la cintita azul marino para cantar a viva voz el himno nacional argentino. La fiesta es importante, pero todos esperamos otra fiesta,  porque nuestra escuela está… ¿cómo se dice?… auspiciada no…apadrinada por la embajada de Chile. Dicen que ese día va a venir el embajador, y que nos van a dar regalos para todos los chicos. ¡Ojalá nos traigan lapiceras, cuadernos  y  marcadores sylvapén de doce, como el año pasado!
( Desde la isla escribe una carta para que lo esperen en su provincia, pero todo se  pierde en el camino, la carta, Farías, su amigo...) 
Subí al colectivo, y mientras me sentaba  desempañé con la mano la ventanilla para dar una última mirada hacia la plaza, el  hombre se rascaba la cabeza y acomodaba su carro.  El veterano, el loco; atrincherado su rostro detrás de la barba y su mente llena de mantos de neblinas.
 Las imágenes de la escuela me seguían rondando. Las ventanillas del colectivo estaban  húmedas como la pintura al aceite color beige del salón de actos.  
………………………………
-Algo para los chicos porque en Malvinas hace frío- pide la maestra-  ven las islas, están acá - y señala un puntito en el mapa que cuelga de un ganchito.  …Un alimento no perecedero tiene que ser, les pego la notita en el cuaderno de comunicaciones, todo el mundo con el cuaderno sobre la mesa.
........………………………
-Un chocolate grande quiero mamá, porque tengo que poner la cartita adentro, todos mandamos cartas ¿vos querés mandar una también? ¿Por qué no?  El chocolate es rico para cuando hace frío ¿sabías vos ma? Y allá hace mucho frío, la abuela dice que me va a dar una bufanda para que les mande.
(El hambre, el frío; Malvinas y Soledad.  Farías que sigue sin saber que todo se pierde en el camino, que todo se perderá) 
Las piernas gordas de la señorita recorren  los pasillos entre las mesas y sus manos grandes y coloradas recogen lo que llevamos. En el recreo todos espiamos por la cerradura de la biblioteca la pila enorme de cosas que se juntaron. Huele a chocolate y tabaco. ¡Qué contentos van a estar! Igual que nosotros cuando nos den los regalos.
El semáforo se puso en rojo y el colectivo frenó bruscamente. Toqué timbre con insistencia y pedí bajar. Tan solo habíamos recorrido dos cuadras, comencé a retroceder.
Aquel año se suspendió la visita de la embajada, no hubo regalos ni festejos para nadie.
Llegué hasta la plaza y vi cómo se derretían los últimos rastros de la escarcha en donde caía el primer rayo de sol. Caminé sobre el pasto crujiente y me acerqué a Farías. Los perros  gruñeron.
-Disculpe le dije, ¡¿qué frío hace no?!
 -Sí señora -contestó y con un ademán tranquilizó a los animales.
Todos los ojos estaban fijos sobre mí y finalmente Farías, sentado en su colchón, levantó también los suyos. Lo vi de frente  por primera vez. Disimuladamente, debajo de un diario escondía una caja de vino.
-Quería dejarle esto. -le dije, y le extendí un vaso de café con leche caliente, unas facturas y una tableta grande de chocolate, la más grande que pude conseguir en la estación de servicio de la otra cuadra. Antes de irme también le di la bufanda que llevaba puesta.  
-Me falta la carta- pensé en voz alta.
La mía tampoco llegó nunca - me dijo- no se preocupe.
Crucé la avenida de nuevo y me encaminé a la parada del colectivo, no me atreví a mirar atrás, tuve  vergüenza. El viento no dejaba de soplar y me hacía arder los ojos. Me subí el cuello del tapado. Sentí el frío en la garganta endureciéndome las cuerdas vocales, como si la cintita bebé azul  se ajustara con un nudo cada vez más apretado alrededor de mi cuello. El himno entonado por el coro de niños retumbaba en mi cabeza “Coronados de gloria vivamos ¡Oh juremos con gloria morir!, ¡Oh juremos con gloria morir!, ¡Oh juremos con gloria morir!”


Leiva, Mariana Beatriz
Profesora de Castellano, Literatura y Latín

Gestión Educativa y Nuevas Tecnologías. Postítulo Cepa

viernes, 8 de abril de 2011

Trenes y estaciones

Quien pudo leer esta historia hace un tiempo sabrá que los nombres reales han sido modificados


Trenes y estaciones


En el segundo piso el calor no se aguantaba, así que cada tarde de verano, cuando pegaba fuerte el sol nos íbamos hasta la puerta cancel de planta baja a ver pasar los trenes. Pero mejor aun era poder sentarse en el puente que unía ambos andenes y sentir correr el aire, y cuando el tren pasaba, sentir la vibración del piso de chapa y desde arriba ver pasar uno tras otros los techos plateados como por debajo de los pies. Y parecía así que uno era el que se movía…pero no. Cuando el último vagón pasaba, se acababan las campanas y quedábamos en el mismo lugar, mirando cómo corrían lejos de nuestro departamento de un ambiente.

Del otro lado de los andenes, un poco más allá, como a media cuadra, había un descampado, allí descargaban contenedores de fruta y verdura, y yo iba con mi hermano, unos años mayor, a espiar si habían olvidado algo por ahí. Una vez volvimos con una sandía, y el resto, con la aventura de haberlo intentado. En ese mismo lugar enterramos a un perrito de mi abuela que murió de viejito, y también fue el último destino de un pichón de gorrión que cayó de su nido durante una tormenta y era muy chiquito para que sobreviviera. Aunque le dimos de comer lombrices que compramos en la casa de pesca no se veía bien y murió...pobrecito. Cuando íbamos a la panadería y pasábamos cerca, durante mucho tiempo, mi hermanita tuvo miedo de que el alma del pajarito la persiguiera porque no le dimos un entierro digno.

Cuando mi hermano cumplió trece años y se fue de casa yo tuve que tomar la posta. La siesta era entonces la mejor hora para pasear en tren, y vivir en la calle Crámer frente a la estación Colegiales era un invitación constante a la aventura, siempre un poco más lejos. Los viejos vagones de color marrón de la formación Mitre eran mis preferidos, me esperaban con sus puertas abiertas.

Si uno se fijaba atentamente muchas veces encontraba en el piso o en la escalera del andén boletos que no habían sido picados, esos boletos de cartón resistente blanco, los de ida; blanco y naranja los de ida y vuelta, entonces viajaba con pasaje, y cuando no, bue… tocaba viajar colada, obviamente.

Durante la siesta había poca gente en los vagones, cuando el tren paraba en cada estación pispeaba por dónde iba el guarda y así podía pasar de un vagón a otro y no me agarraban nunca. Paseo entretenido, predecible y, a mi criterio, poco peligroso. A mitad de camino podía bajar en la estación Drago en la que había una linda plaza, allí jugaba por un rato, no más de diez minutos, y volvía en el tren de rumbo contrario. Si iba para el otro lado el destino era la estación Retiro, donde las escaleras mecánicas eran un placer y uno podía bajar por una y subir por otra o bajar por la que subía y subir por la que bajaba. Para esto era importante que no hubiera gente y eso solo sucedía, como dije, a la siesta. Yo tenía diez años, una hermana de ocho que arrastraba en mis correrías y una archienemiga, Soraya, compañera de colegio que vivía a seis cuadras de mi casa.

Una tarde, no sé cómo, me perdí, es decir, debí preguntar cómo volver pues había hecho alguna combinación poco usual mezclando los ramales. Mi hermanita se asustó y empezó a llorar. Trataba de tranquilizarla pero no resultaba. Ver dos nenas, solas, perdidas, viajando en tren llamó la atención de una señora, quien sumamente preocupada, en primer lugar, me indicó cómo volver a Colegiales y compró pasajes para que volviéramos a casa “legalmente”. Luego comenzó el interrogatorio:

-¡Cómo una nena va a andar sola! ¿vas al colegio vos?

-Sí, claro señora, pero estamos de vacaciones.

-Bueno, es muy peligroso andar en tren solita, ¡Y con tu hermanita! ¿No ves que está asustada? Dame tu nombre y dirección que quiero hablar con tu mamá.

Y entonces me quedé en silencio, tuve miedo, y pensé en los retos y en los castigos. Y mi hermanita que me miraba fijamente con los ojos llenos de lágrimas.

Se me vino a la mente que nada malo tenía que pasarme porque yo era buena, solo que estaba aburrida, y mamá y papá ocupados, y que de alguna manera tenía que entretenerme, y que yo estaba cuidando a mi hermanita, no la había dejado sola. La que en realidad era mala era Julia, ella sí que se merecía un buen reto, porque vivía empujando a todos y se hacía la linda, y me invitaba a la casa pero después no me prestaba el Segelín que era el juguete que más me gustaba. Encima me había dicho que no iba a invitarme más porque su mamá no quería que se juntara conmigo.

Eso me vino a la cabeza todo junto, creo que deben haber sido como cinco segundos, y le dije:

-Me llamo Julia Conde y vivo en Ciudad de la Paz 155

Mi hermana me miraba con los ojos grandes, como no entendiendo; y yo rogaba por dentro que no abriera el pico. Le dije gracias a la señora, y prometí ser más buena todavía, agarré fuerte a mi hermanita de la mano y subimos al tren siguiente.

Y supongo que la señora se fue contenta por haber hecho algo bueno. Y ese día, no sé bien por qué, yo también fui feliz.

                                                                                                                  Mariana Leiva

Los fantasmas de Lena

Hay cosas que no podía hacer porque era nena, pocas, pero había. Subir a los techos sí podía, también jugar a la pelota; subirse a la higuera a juntar baldes llenos de fruta madura, con ayuda de alguien que le hiciera pie, y después de todo ir a cuidar a los gatos huérfanos y sarnosos que habían abandonado en la puerta del club a la vuelta de la casa. Lo que no le dejaban hacer era espiar en la bailanta abandonada, eso no era para nenas y menos de su edad. Al lugar le decían familiarmente “El bailongo” y allí, según contaban entre risas que ella no terminaba de entender, cuando su papá era joven, se juntaban a bailar chamamé con las chicas que llegaban del interior, aunque a él el chamamé no le gustaba nada y en la casa solo escuchaba Jazz.

Hacía años que el bailongo en cuestión estaba cerrado, y se contaban mil historias. Muchos chicos del barrio habían querido entrar y de a poco habían ido levantando la cortina de rejas que tenía la entrada. Hacía una semana que habían logrado abrir un hueco por el que los chicos flaquitos entraban sin problema. Pero, hasta ese día, nadie se había animado. Sin embargo Lena tenía un hermano flaquito, flaquito y valiente, y él tenía amigos que se le parecían y aparte eran como cinco años más grandes que ella.

Después de la reja había una puerta vaivén medio desvencijada y parándose en puntas de pie se podía entrever una hilera de banderines de fiesta que colgaba de punta a punta de un salón enorme, ya no se notaba casi de qué color eran, todo estaba teñido de gris opaco y esponjoso. Cuando había sol -seguramente estaría roto el techo- se filtraban unos hilitos de luz que iluminaban todo el polvo acumulado en el bailongo y el polvo trepaba por el rayo de luz como queriendo escaparse de ese lugar detenido en el tiempo, por eso, cuando el sol brillaba, el lugar parecía más fantasmal todavía. De la puerta, a la derecha, casi adivinaban, había una barra de tragos adornada con unas botellas, un espejo roto en el que no debían mirarse y un poco más allá una escalera que solo Dios sabía a dónde llevaba. Por eso entrarían con linternas, de día, pero con linternas, por las dudas, porque nadie sabía cuánto tiempo permanecerían allí adentro o qué encontrarían.

Victor entró primero y Lena ayudó sosteniendo la reja con los otros y juró esperar a que saliera sano y salvo. Le recomendó que si algo le pasaba allí adentro gritara bien fuerte, lamentó entonces no haber guardado el silbato del cumpleaños de su amiga porque hubiera sido muy útil; en todo caso, ella escucharía el grito y saldría corriendo a todo lo que las piernas le dieran para llamar a alguien. Esa tarde entraron, luego de muchos pero muchos años, tres pares de piernas temblorosas. Y afuera Lena montó guardia y esperó a sus héroes.

¡Cómo medir el tiempo en ese preciso momento!...

-¡Víctor! ¡¿Qué hay ahí adentro?!...Víctor…contestame.

Lena llamaba desde fuera pero no respondían. Y entonces ella imaginaba las respuestas: Estarían muy ocupados para contestarle, o muy lejos, tal vez…muertos. Y mientras pensaba en esto último, y en su hermano tendido en el piso de un inmenso salón de baile de chamamé abandonado y decorado con banderines grises, la puerta se entreabrió, y asomaron los bigotes de un gato rayado que al verla retrocedió rápidamente. Lena apenas llegó a ver el polvo del ambiente que flotaba revuelto en el salón en penumbras y vacío. Nada más.

Después, mucho después de lo que ella hubiese querido, los tres muchachos recortaron su silueta contra el marco de la puerta y se acercaron como salidos de un sueño. Por primera vez se abrieron las puertas de par en par y el bailongo mostró sin misterios sus miserias, sus pequeñas mesas y sillas desaliñadas, su amplia pista y los rastros de años de encierro y abandono. Junto con el olor a orín de gato y con la polvareda levantada escaparon por esa puerta los últimos fantasmas que habitaban el lugar y las mentes de los chicos. Cuando los muchachos salieron parecían mayores, y Lena los miraba una y otra vez tratando de ver cuáles eran las diferencias. Traían un botín: cerca de veinte botellas de caña añejada que, en realidad, de haber podido, ni Víctor ni sus compañeros se hubieran animado a tomar. La gente adulta se mostró muy dispuesta a premiar con dinero la valiente hazaña de los tres muchachitos a cambio de alguna de las botellas y todos quedaron conformes con el trato. Y Lena tuvo su parte pues también había colaborado.

Cuando algunas puertas se abren, otras se cierran para siempre. Nadie contó lo que vieron allí adentro, pero ya nada fue lo mismo. Nunca más entraron. Lena siguió alimentando durante muchos años a los gatos que buscaban refugio allí, primero iba todos, los días, pero sus apariciones se fueron haciendo cada vez menos frecuentes. Poco después desapareció del lugar. Algunos dicen que se fue del barrio, o que murió, otros afirman ambas cosas. Entonces el local también fue desvaneciéndose de a poco, se hundió primero en el silencio y luego en un olvido más y más profundo, hasta que se volvió casi invisible para  todos. Al pasar por ese sitio, la gente suele cruzarse de vereda como empujados por un impulso irracional; quienes lo han resistido cuentan que al caminar antes sus puertas, desde su pista  suena una  música muy tenue disimulada apenas por el ulular del viento, un maullido lastimero o el chirriar punzante de bisagras oxidadas.

sábado, 20 de noviembre de 2010

miércoles, 18 de agosto de 2010

Apunte callejero a la manera de Girondo.

El agua llega hasta la vereda y lame el escalón de la entrada al bar una y otra vez. Las gotas trazan caminos temblorosos en los cristales. Un tubo del cartel de neón agoniza. Los hombres borroneados espían tras las ventanas, y con los ojos inundados, envueltos en nubes de humo, fuman y esperan, miran y calculan.


Adentro tintinean las cucharas en las tazas y en los bordes de platitos.

Un dedo fino y pequeño dibuja un corazón en el vidrio. La flecha de un relámpago lo ilumina y atraviesa.

Contra el cordón de la vereda un arcoiris de aceite se extiende en el agua y acompaña en la muerte, a un barquito que lleva impresas las noticias de ayer que van deshaciéndose en la boca de tormenta de la esquina.

Tanta agua y aun siguen encendiéndose las luces de mercurio, se detuvo el tiempo en el reloj de la esquina, a las cinco menos diez, hace una hora. Y encima hace frío, sopla el viento, los árboles están desnudos y se ha roto el único paraguas que no he perdido.

lunes, 2 de agosto de 2010

"¿Y ustedes de qué se quejan?...

      ...si tienen como tres meses de vacaciones y viven de paro" -dicen las malas lenguas. En virtud a la verdad no es cierto y la mayoría no siempre tiene la razón (si no recuerden el dicho "millones de moscas no pueden equivocarse..la caca es rica")
        Sí podríamos hacer un mea culpa y reconocer que calculamos desde enero todos los feriados nacionales, escolares, recesos, emergencias sanitarias, desinfecciones, jornadas, en fin... todo espacio que nos libere (libre queda mal) del contacto con la labor áulica.
      "¡Ah! pero a ustedes les gusta, lo hacen por vocación" - retrucarán los fundamentalistas de los 180 días de clase por año. Sí, sí, no lo negamos, nos gusta enseñar, lo decimos con orgullo, amamos lo que elegimos y es justamente por ese amor incondicional que al ver despreciada, bastardeada, denigrada y vilipendiada la materia a la que hemos dedicado años de estudio, más años de perfeccionamientos , más años de planificaciones , mas años de reformas de las planificaciones que creímos que estaban mal porque no resultaban, pero en realidad estaban bien, solo que a los chicos no les importa nada... en algunos momentos dan ganas de bajar los brazos.
       Enseñar nos encanta y desearíamos poder (entiendase bien poder, no Poder); la tarea docente ya no es respetada, ni valorada. Estamos viviendo en otros tiempos, sabemos. Y la mayoría -que no todos- los docentes estamos conscientes de que no somos depositarios de "el saber", ni aspiramos a un busto en el patio de la escuela a merced de las palomas. Nos reconocemos mediadores en una "sociedad del conocimiento y la información" en la que abunda la falta de criterio y el dedo acusador se levanta rapidito rapidito.
      Al fin y al cabo , por cuatro horas de trabajo...bueno... con cuatro no llegamos a un salario que alcance; imaginemos un escenario mas realista: Levántense temprano, suponga cubrir 40 horas de trabajo semanales, divídalo por tres que es la carga horaria por curso; el resultado es la cantidad de cursos que debería tener un profesor para cubrir esas horas (depende de cada materia, puede ser más aún). Ahora multiplique ese número por 25, que, siendo generosos, es el promedio de alumnos por aula. Calcule corregir dos hojas de cada alumno por semana ¿Le dio el resultado más de una resma? Felicitaciones. Dejemos a un lado cuánto tiempo extra llevaría esto, pues no se incluye en el presupuesto. Planifique las clases, ojito.  Haga adaptaciones para los chicos con dificultades. Cuide a los suyos, sea feliz y, sobre todo, a no rogar aumento ni vacaciones.

martes, 27 de julio de 2010

"¿Qué se fizo aquel trovar?" o "Coplas a la muerte de la infancia"

     Como en pasadas vacaciones decidí llevar a mi sobrino a pasear. Uno no tiene verdadera dimensión de los cambios que pueden existir de un año a otro... Lo que otrora solía ser un niño dispuesto a obedecer, cariñoso y demostrativo, que disfrutaba de largas horas dibujando o entreteniéndose con cinta adhesiva y un par de muñecos, es ahora....¿cómo definirlo?
     Durante el viaje de 40' comenzó la cuestión. Uno busca tema de conversación, pero cualquier intento de ella terminaba con un tajante "ah! eso porque vos no jugaste al Assasins creed", seguido por un sonidito difícil de reproducir: un "je" o "he", así como sacando del pecho todo el aire (de superioridad) de un solo soplido.
     Como para evadir la explicación de en qué consistía el susodicho juego, le dije que en realidad  no me gustaban los juegos violentos. "Lo que pasa es que no los podés jugar porque hay que pensar con la mentalidad de un niño...yo te voy a mostrar" -me contestó. Luego, sin lógica alguna, fue hilvanando la explicación de distintos juegos de "la play" y los motivos por los cuales yo no iba a poder jugarlos sin su experto asesoramiento. Y algunos, ni así.
     "Entonces te recomiendo que Silent Hill, niiiii looo miiiires. (je! o he! largando el aire) Yo, porque estoy acostumbrado a ver sangre...y mi amigo también"
     Hasta aquí el telón de fondo, el principio del fin.
     Luego de sobrevivir a la cátedra de Play Station y de ver la película Toy Story que disfrutamos más los que realmente jugamos y no la generación del Argenmu, decidimos ir a comer unas pizzas a la casa de mis cuñados que tienen un hijo, mi otro sobrino,  tan solo diez meses más chico que del que hemos estado hablando.
     ¡Para qué! pues se había dado cita a las 24hs en la red para un duelo con su amigo. Yo le expliqué que desechara  esa idea porque la madre no lo iba a dejar jugar a esa hora en la pc.
     Si esto había sido un golpe de muerte a su tierno corazoncito ¡Horror de horrores! al descubrir que en casa del primo no había play, ni computadora con la cual pudiera jugar y que en la tele no se veía lo que él quería.  
     Estuvo al borde del colapso cuando el otro niño sacó un mazo de cartas, un álbum de figuritas, y una caja con autitos. "No entiendo como pueden vivir así" - replicó y se hundió en el sillón hasta la hora de irse.

miércoles, 21 de julio de 2010

A manera de prólogo...

Qué decirles, termino de configurar este blog  y me parece que el fondo elegido es el que más se me parece, no por lo viejo,claro está, sino por mi gusto por las cosas viejas...y quien me conoce sabe de lo que hablo. Y si no se entiende, es porque no me conoce lo suficiente y no sé que hace leyendo cosas acerca de gente que no le incumbe en absoluto.(A menos que mi personalidad les resulte totalmente atrayente pese a no conocerme, ejemmm...)
Para continuar con el ambiente bostalgioso, los deleito con unas fotitos. Espero que no se les moje el teclado al piantarse el lagrimón. "Teenagers" abstenerse.