viernes, 8 de abril de 2011

Trenes y estaciones

Quien pudo leer esta historia hace un tiempo sabrá que los nombres reales han sido modificados


Trenes y estaciones


En el segundo piso el calor no se aguantaba, así que cada tarde de verano, cuando pegaba fuerte el sol nos íbamos hasta la puerta cancel de planta baja a ver pasar los trenes. Pero mejor aun era poder sentarse en el puente que unía ambos andenes y sentir correr el aire, y cuando el tren pasaba, sentir la vibración del piso de chapa y desde arriba ver pasar uno tras otros los techos plateados como por debajo de los pies. Y parecía así que uno era el que se movía…pero no. Cuando el último vagón pasaba, se acababan las campanas y quedábamos en el mismo lugar, mirando cómo corrían lejos de nuestro departamento de un ambiente.

Del otro lado de los andenes, un poco más allá, como a media cuadra, había un descampado, allí descargaban contenedores de fruta y verdura, y yo iba con mi hermano, unos años mayor, a espiar si habían olvidado algo por ahí. Una vez volvimos con una sandía, y el resto, con la aventura de haberlo intentado. En ese mismo lugar enterramos a un perrito de mi abuela que murió de viejito, y también fue el último destino de un pichón de gorrión que cayó de su nido durante una tormenta y era muy chiquito para que sobreviviera. Aunque le dimos de comer lombrices que compramos en la casa de pesca no se veía bien y murió...pobrecito. Cuando íbamos a la panadería y pasábamos cerca, durante mucho tiempo, mi hermanita tuvo miedo de que el alma del pajarito la persiguiera porque no le dimos un entierro digno.

Cuando mi hermano cumplió trece años y se fue de casa yo tuve que tomar la posta. La siesta era entonces la mejor hora para pasear en tren, y vivir en la calle Crámer frente a la estación Colegiales era un invitación constante a la aventura, siempre un poco más lejos. Los viejos vagones de color marrón de la formación Mitre eran mis preferidos, me esperaban con sus puertas abiertas.

Si uno se fijaba atentamente muchas veces encontraba en el piso o en la escalera del andén boletos que no habían sido picados, esos boletos de cartón resistente blanco, los de ida; blanco y naranja los de ida y vuelta, entonces viajaba con pasaje, y cuando no, bue… tocaba viajar colada, obviamente.

Durante la siesta había poca gente en los vagones, cuando el tren paraba en cada estación pispeaba por dónde iba el guarda y así podía pasar de un vagón a otro y no me agarraban nunca. Paseo entretenido, predecible y, a mi criterio, poco peligroso. A mitad de camino podía bajar en la estación Drago en la que había una linda plaza, allí jugaba por un rato, no más de diez minutos, y volvía en el tren de rumbo contrario. Si iba para el otro lado el destino era la estación Retiro, donde las escaleras mecánicas eran un placer y uno podía bajar por una y subir por otra o bajar por la que subía y subir por la que bajaba. Para esto era importante que no hubiera gente y eso solo sucedía, como dije, a la siesta. Yo tenía diez años, una hermana de ocho que arrastraba en mis correrías y una archienemiga, Soraya, compañera de colegio que vivía a seis cuadras de mi casa.

Una tarde, no sé cómo, me perdí, es decir, debí preguntar cómo volver pues había hecho alguna combinación poco usual mezclando los ramales. Mi hermanita se asustó y empezó a llorar. Trataba de tranquilizarla pero no resultaba. Ver dos nenas, solas, perdidas, viajando en tren llamó la atención de una señora, quien sumamente preocupada, en primer lugar, me indicó cómo volver a Colegiales y compró pasajes para que volviéramos a casa “legalmente”. Luego comenzó el interrogatorio:

-¡Cómo una nena va a andar sola! ¿vas al colegio vos?

-Sí, claro señora, pero estamos de vacaciones.

-Bueno, es muy peligroso andar en tren solita, ¡Y con tu hermanita! ¿No ves que está asustada? Dame tu nombre y dirección que quiero hablar con tu mamá.

Y entonces me quedé en silencio, tuve miedo, y pensé en los retos y en los castigos. Y mi hermanita que me miraba fijamente con los ojos llenos de lágrimas.

Se me vino a la mente que nada malo tenía que pasarme porque yo era buena, solo que estaba aburrida, y mamá y papá ocupados, y que de alguna manera tenía que entretenerme, y que yo estaba cuidando a mi hermanita, no la había dejado sola. La que en realidad era mala era Julia, ella sí que se merecía un buen reto, porque vivía empujando a todos y se hacía la linda, y me invitaba a la casa pero después no me prestaba el Segelín que era el juguete que más me gustaba. Encima me había dicho que no iba a invitarme más porque su mamá no quería que se juntara conmigo.

Eso me vino a la cabeza todo junto, creo que deben haber sido como cinco segundos, y le dije:

-Me llamo Julia Conde y vivo en Ciudad de la Paz 155

Mi hermana me miraba con los ojos grandes, como no entendiendo; y yo rogaba por dentro que no abriera el pico. Le dije gracias a la señora, y prometí ser más buena todavía, agarré fuerte a mi hermanita de la mano y subimos al tren siguiente.

Y supongo que la señora se fue contenta por haber hecho algo bueno. Y ese día, no sé bien por qué, yo también fui feliz.

                                                                                                                  Mariana Leiva

Los fantasmas de Lena

Hay cosas que no podía hacer porque era nena, pocas, pero había. Subir a los techos sí podía, también jugar a la pelota; subirse a la higuera a juntar baldes llenos de fruta madura, con ayuda de alguien que le hiciera pie, y después de todo ir a cuidar a los gatos huérfanos y sarnosos que habían abandonado en la puerta del club a la vuelta de la casa. Lo que no le dejaban hacer era espiar en la bailanta abandonada, eso no era para nenas y menos de su edad. Al lugar le decían familiarmente “El bailongo” y allí, según contaban entre risas que ella no terminaba de entender, cuando su papá era joven, se juntaban a bailar chamamé con las chicas que llegaban del interior, aunque a él el chamamé no le gustaba nada y en la casa solo escuchaba Jazz.

Hacía años que el bailongo en cuestión estaba cerrado, y se contaban mil historias. Muchos chicos del barrio habían querido entrar y de a poco habían ido levantando la cortina de rejas que tenía la entrada. Hacía una semana que habían logrado abrir un hueco por el que los chicos flaquitos entraban sin problema. Pero, hasta ese día, nadie se había animado. Sin embargo Lena tenía un hermano flaquito, flaquito y valiente, y él tenía amigos que se le parecían y aparte eran como cinco años más grandes que ella.

Después de la reja había una puerta vaivén medio desvencijada y parándose en puntas de pie se podía entrever una hilera de banderines de fiesta que colgaba de punta a punta de un salón enorme, ya no se notaba casi de qué color eran, todo estaba teñido de gris opaco y esponjoso. Cuando había sol -seguramente estaría roto el techo- se filtraban unos hilitos de luz que iluminaban todo el polvo acumulado en el bailongo y el polvo trepaba por el rayo de luz como queriendo escaparse de ese lugar detenido en el tiempo, por eso, cuando el sol brillaba, el lugar parecía más fantasmal todavía. De la puerta, a la derecha, casi adivinaban, había una barra de tragos adornada con unas botellas, un espejo roto en el que no debían mirarse y un poco más allá una escalera que solo Dios sabía a dónde llevaba. Por eso entrarían con linternas, de día, pero con linternas, por las dudas, porque nadie sabía cuánto tiempo permanecerían allí adentro o qué encontrarían.

Victor entró primero y Lena ayudó sosteniendo la reja con los otros y juró esperar a que saliera sano y salvo. Le recomendó que si algo le pasaba allí adentro gritara bien fuerte, lamentó entonces no haber guardado el silbato del cumpleaños de su amiga porque hubiera sido muy útil; en todo caso, ella escucharía el grito y saldría corriendo a todo lo que las piernas le dieran para llamar a alguien. Esa tarde entraron, luego de muchos pero muchos años, tres pares de piernas temblorosas. Y afuera Lena montó guardia y esperó a sus héroes.

¡Cómo medir el tiempo en ese preciso momento!...

-¡Víctor! ¡¿Qué hay ahí adentro?!...Víctor…contestame.

Lena llamaba desde fuera pero no respondían. Y entonces ella imaginaba las respuestas: Estarían muy ocupados para contestarle, o muy lejos, tal vez…muertos. Y mientras pensaba en esto último, y en su hermano tendido en el piso de un inmenso salón de baile de chamamé abandonado y decorado con banderines grises, la puerta se entreabrió, y asomaron los bigotes de un gato rayado que al verla retrocedió rápidamente. Lena apenas llegó a ver el polvo del ambiente que flotaba revuelto en el salón en penumbras y vacío. Nada más.

Después, mucho después de lo que ella hubiese querido, los tres muchachos recortaron su silueta contra el marco de la puerta y se acercaron como salidos de un sueño. Por primera vez se abrieron las puertas de par en par y el bailongo mostró sin misterios sus miserias, sus pequeñas mesas y sillas desaliñadas, su amplia pista y los rastros de años de encierro y abandono. Junto con el olor a orín de gato y con la polvareda levantada escaparon por esa puerta los últimos fantasmas que habitaban el lugar y las mentes de los chicos. Cuando los muchachos salieron parecían mayores, y Lena los miraba una y otra vez tratando de ver cuáles eran las diferencias. Traían un botín: cerca de veinte botellas de caña añejada que, en realidad, de haber podido, ni Víctor ni sus compañeros se hubieran animado a tomar. La gente adulta se mostró muy dispuesta a premiar con dinero la valiente hazaña de los tres muchachitos a cambio de alguna de las botellas y todos quedaron conformes con el trato. Y Lena tuvo su parte pues también había colaborado.

Cuando algunas puertas se abren, otras se cierran para siempre. Nadie contó lo que vieron allí adentro, pero ya nada fue lo mismo. Nunca más entraron. Lena siguió alimentando durante muchos años a los gatos que buscaban refugio allí, primero iba todos, los días, pero sus apariciones se fueron haciendo cada vez menos frecuentes. Poco después desapareció del lugar. Algunos dicen que se fue del barrio, o que murió, otros afirman ambas cosas. Entonces el local también fue desvaneciéndose de a poco, se hundió primero en el silencio y luego en un olvido más y más profundo, hasta que se volvió casi invisible para  todos. Al pasar por ese sitio, la gente suele cruzarse de vereda como empujados por un impulso irracional; quienes lo han resistido cuentan que al caminar antes sus puertas, desde su pista  suena una  música muy tenue disimulada apenas por el ulular del viento, un maullido lastimero o el chirriar punzante de bisagras oxidadas.